jueves, 5 de mayo de 2011

La muerte de Osama

Obama, el presidente de este país, nunca pensó que anunciaría ante tanto público, trepado a un palco, la muerte de Osama, el terrorista que asoló este país. De hecho Osama, ni bien perpetró su fechoría, huyó con sus seguidores al interior y se mezcló con la gente de campo. Osama sabía que si se mimetizaba con la gente de este país jamás sería atrapado. Es por eso que depuso la túnica por el jeans, el turbante por el gorro de béisbol, la barba mosaica por la barba candado. Osama estudió inglés, se instruyó en slang, abandonó la contemplación para servir al consumo. Osama comenzó a hablar como la gente de este país, se afilió al partido demócrata, estudió derecho, luchó contra el racismo, leyó a John Kennedy Toole. También cambió a Alá por un extraño dios tripartito. Sabía que las cosas más difíciles de encontrar son aquéllas que están visibles. Fue por eso que, mientras la gente de este país lo buscaba en cuevas inaccesibles, Osama militaba en política, pronunciaba discursos a favor del desarme, ocupaba bancas en el Senado. Con el tiempo la gente de este país le retribuyó su afecto y, como corresponde a todo hombre bien habido, lo invistió presidente. Pero Osama nunca pensó que anunciaría, trepado a un palco, ante tanto público, que él, es decir el otro, había muerto. La gente de este país, ciertamente, se lo agradeció.

4 de mayo de 2011
Gustavo Reyes

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